DiCaprio aúlla en la gamberra El Lobo de Wall Street

Drogas. Sexo. Alcohol. Fiesta. Dinero. Y más drogas y sexo. Junto a un inconmensurable Leo DiCaprio, estos son los ingredientes sobre los que se sustenta ‘El lobo de Wall Street’, un excéntrico y travieso relato sobre un corredor de bolsa cegado por el poder y dinero inmediato que puede hacer con sorprendente rapidez, estafando de paso a todo el que se cruce en su camino (¿debería decir llamada?) y seguir así incrementando su fortuna.

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Una vez conseguido ese, su principal objetivo, Jordan Belfort y su manada de lobos parecen empeñados en desahogar todo el estrés que les supone estafar a pobres incautos en exageradas y desmesuradas fiestas, no solo por la magnitud de estas sino también por las excentricidades que cometen sus anfitriones.

Martin Scorsese da un salto cuantitativo, que no cualitativo al trasladar su visión de la corrupción en América de los suburbios neoyorkinos a las altas esferas de Wall Street para demostrar que ni el más rico ni el más listo es inmune a las tentaciones que el dinero puede cubrir y de la perversión que éste puede hacer incluso con alguien aparentemente honrado.

Todo en esta sátira resulta loco, excesivo. Desde las fiestas a la eléctrica actuación de Leonardo DiCaprio. Incluso el genio de Scorsese, con una dirección enérgica es capaz de reflejar en el ritmo del film, el ritmo de vida de los protagonistas.

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Aunque rece el «basado en hechos reales» y siendo consciente de las locuras de quien alcanza el poder sin el mínimo esfuerzo, dudo que las juergas del Jordan Belfort real fuesen tan esperpénticas como el gran maestro de Marty nos quiere hacer creer.

Película divertida, desfasada y muy gamberra. El metraje, excesivamente largo para un film empeñado en mostrar una y otra vez diversas formas de despilfarrar, mantiene por contra al espectador inmerso en lo que sucede en la pantalla, como si nunca se hubiese corrido una juerga. Y si algo se le puede reprochar al director es el enaltecimiento del protagonista, esa especie de redención al final que deja la sensación de algo inmerecido.

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Palma de Oro en Cannes, la turbadora historia de amor de La vie d’Adèle, es uno de los imprescindibles de 2013

Con Take Care de Beach House sonando, me dispongo a comenzar la crítica de La vie d’Adeèle de Abdellatif Kechiche. No sé ni por dónde empezar ante el torbellino de emociones que aún siguen conmigo después del visionado de la cinta francesa. Y es que pocas veces un director se ha atrevido a contar con semejante naturalidad tantas cosas y a su vez lograr plasmar tanta verdad, en cada gesto, en cada mirada, cada silencio… La clave del éxito del director tunecido ha sido el empleado de los primerísimos planos de todo pero en especial de la joven Adèle Exarchopoulos que los sostiene a la perfección, conquistando a la cámara y a Kechiche con su magnética presencia (haciéndose hasta con el nombre de la película) y que gracias a la conjugación de ambos elementos se consigue implicar al espectador, quien no solo no puede desviar la mirada de la pantalla, sino que llega a sentir en su propia piel lo que Adèle está sintiendo.

Y así, uno va asistiendo al crecimiento de Adèle, a su proceso de maduración, desde el instituto hasta su consolidación como profesora y todo ello a través de su relación con Emma, que permite apreciar su evolución tras las vueltas que le da la vida.

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La primera parte ahonda en la búsqueda de identidad de la protagonista, un viaje que, desorientada, realiza a la deriva. Probando pero sn encontrar la plenitud que le permita sentirse a gusto, ser quien verdaderamente es, porque ni ella misma lo sabe todavía. Paso de la adolescencia a la edad adulta, cuya transición comienza con el primer amor. Un amor a primera vista. Adèle se siente inmediatamente atraída por Emma (Lea Seydoux), la chica del pelo azul, atracción que es correspondida. Las une una intensa pasión, cuya explosión sensitiva hace vibra al público.

La burbuja de amor y pasión que ambas comparten durante unos años no es inmune al paso del tiempo, que en forma de celos, de soledad, incomodidad e incompresión comienza a hacer mella hasta hacerla estallar.

A partir de ahí llegará dos de las escenas más intensas e impactantes de la película. La primera, desoladora, lo hace en forma de discusión; la otra en una cafetería, refleja el dicho de «donde hubo fuego siempre quedarán cenizas», cenizas que con el desencadenante preciso, en este caso el contacto físico al que apelará la protagonista, pueden volver a reavivar las llamas. Pero al darse cuenta de que lo que quiere es el cuerpo y no el corazón, que ya no le pertenece a ella como antaño sino a ota persona, supone un duro golpe para Adèle que, destrozada, se verá obligada a dejar ir a Emma.

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En toda una vida, algunos son incapaces de entender el amor y sus curiosas formas de manifestarse. Kechiche no solo consigue entender una de esas formas y plasmar sus entresijos con una pasmosa veracidad, sino que va más allá, pues inquieta, turba, desgarra, porque logra implicar al público en el desarrollo de los sentimientos que surgen de una relación ajena a ellos. Observar durante las tres horas de metraje a un personaje tan puro y entregado como Adèle y una interpretación tan natural, tan cercana como la que nos brinda la actriz, hace que el espectador se encariñe con la protagonista, que la entienda y sienta con ella y por ello se ilusionan cuando se enamora, disculpa sus errores y sufre cuando le rompen el corazón. La platea no solo se emociona, sino que empatiza y mientras el fin transcurre, ya están condenados al vaivén de sensaciones del huracán Adèle.

Para finalizar, como no podía ser de otro modo, suena I follow rivers de Lykke lii, me quedo con las palabras de Robbie Collin de Telegraph: «te das cuenta de que la película te ha ganado el corazón sin realmente pedirlo, y sales del cine echando de menos el amor». Y uno no presencia una historia entre dos mujeres, que también, sino que asiste además a una de las mejor narradas y más bellas historias de amor que jamás se han rodado. Y por eso merece la pena, y así, podemos entender por qué  Spielberg se conmovió e hizo que tanto el título francés, como su director y ambas protagonistas se alzasen con la cotizada Palma de Oro en Cannes, porque a nosotros nos pasó lo mismo, y nos sentimos agradecidos por amar el cine.

Sin lugar a dudas, es uno de los títulos imprescindibles del 2013.

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Don Jon, un cachas con corazón

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Joseph Gordon-Levitt aprueba la puesta en escena de su ópera prima como director pero no se luce, no llega a cumplir con las expectativas de muchos.

La trama que nos propone el joven cineasta gira en torno a Jon Martello (Joseph Gordon-Levitt), un joven adicto al sexo en general y al porno en particular, intenta ejercer algún tipo de control sobre sí mismo. Jon tiende a deshumanizarlo todo: su apartamento, su coche, su familia, su iglesia y las mujeres. Sin embargo, hasta los ligues más sofisticados no pueden compararse con el placer que obtiene viendo pornografía en su ordenador. Insatisfecho con su vida, decide cambiar. Gracias a la relación con dos mujeres muy distintas, Barbara (Scarlett Johansson) y Esther (Julianne Moore), aprenderá grandes lecciones sobre la vida y el amor.

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La primera parte de la película llega a hacerse pedante, un bucle infinito de imágenes pornográficas, todo para que el espectador empatice con el protagonista y así entender el desarrollo y el giro argumental que experimenta la siguiente media hora. Y es que una vez que entra el personaje de Julianne Moore en escena vemos a un Jon diferente, sensible y menos superficial, que es consciente de que tiene un problema, que es un yonki del sexo. Es ese giro en el personaje principal el que da paso a la moraleja. Una moraleja que desde el minuto uno de metraje se intuye.

No cabe duda de que Joseph Gordon-Levitt sabe actuar pero todavía le queda un largo camino como director y guionista. Una buena idea que, una vez hecha realidad, termina resultando floja. Tan entretenida como pesada a ratos. Una ópera prima que se salva sí, pero por los pelos.

Lo mejor las actuaciones de Gordon-Levitt como un entrañable cachas y la de Scarlett Johansson como choni egoístay mandona.